Aquella tarde de verano el viento sopló sin cesar,
me anunciaba un crudo destino
que me venía a incomodar
la paz con que vivía
con mi dulce y amada esposa
que el Cielo me regaló
y que jamás podré encontrar.
Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos,
aquella que juró amarme
ante Dios y ante su altar,
aquella tarde de verano,
se fue de mi casa, se fue de mi hogar,
ni su sombra ni su perfume,
ni su mirada ni su voz,
dejaron rostro alguno
y quedé solo y triste como ninguno.
Aquella ingrata, aquella infiel,
no respeto su santo juramento
que el día de nuestra boda pronunció.
¿Por qué se habrá ido? ¿Por qué me dejo?
Subí a su cuarto, cuna de la traición,
revisé sus cosas, revisé cada rincón,
busqué, busqué y una carta encontré
donde me decía: – No te amo más,
ya tengo otro amor, me voy de tu lado,
me voy de tu vida y no regresaré jamás.
¡Oh triste alondra! ¡Oh feliz ruiseñor!
Vengan en mi ayuda, denme su amor,
que sin la presencia de esta malvada ingrata,
vivir tranquilo, vivir alegre, vivir no puedo yo.
Salí de mi casa, salí con el alma envenenada,
pues esta traición no la puedo tolerar,
porque le di todo mi amor, todo mi ser,
porque me gané su corazón, porque lo pude merecer.
Caminé, caminé y al prado solitario llegué
donde encontré a la malvada ingrata
besando a su amante como una insensata
y estos pobres infelices no supieron qué hacer.
Saqué mi espada y a este mancebo a un duelo reté,
porque si esta ingrata no puede ser mía,
de ningún hombre mortal lo puede ser.
El desvergonzado mancebo mi duelo aceptó,
sacó su sucia espada y esto pronunció:
– ¿Qué reclamas tú que a tu esposa dejaste
por extender tu gloria sin jamás pensar
que la mujer que por esposa elegiste
solo tenía que esperarte y a tu casa cuidar?
¡Oh desdichado! ¡Oh infeliz! ¡Oh acabado!
¡Oh triste alondra! ¡Oh feliz ruiseñor!
Vengan en mi ayuda, denme su amor,
que sin la presencia de esta malvada ingrata,
vivir tranquilo, vivir alegre, vivir no puedo yo.
Empezamos el duelo a muerte,
nosotros, varones del siglo,
que por una malvada ingrata
la vida de ambos corría
y, aunque el objeto de nuestra riña
no se merece ni mi amor ni mi perdón,
tenía que limpiar mi prestigio y mi honor,
pues noble caballero e hidalgo soy yo
y esta contienda se la ofrezco a mi Señor.
A las imprudentes palabras del mancebo
el siguiente discurso mi mente creó:
– Calla, calla, calla infeliz caballero,
que si dejé a mi esposa en mi hogar,
no solo fue por mi gloria prolongar.
Soy servidor del rey de estas tierras
y a su palabra obedecer debo siempre yo,
porque es misión primera la de todo caballero
dar fiel cumplimiento a los mandatos de su Señor.
Se acabaron los discursos cortesanos,
las espadas en el aire sus voces se escucharon,
mi enemigo y yo, cuerpo a cuerpo reñíamos
y a la malvada ingrata llorar la vi sin cesar.
¿Acaso una traicionera sentimientos puede tener?
No, señor. Es su consciencia quien le roba la calma,
pues mujeres como esta es dudoso que tengan alma.
¡Cuánto la amé! ¡Cuánto la idealicé!
Ahora mi espada solo defiende mi honor,
porque a esta malvada ingrata ya no le debo amor.
¡Oh triste alondra! ¡Oh feliz ruiseñor!
Vengan en mi ayuda, denme su amor,
que sin la presencia de esta malvada ingrata,
vivir tranquilo, vivir alegre, vivir no puedo yo.
El astro rey se ocultaba en el horizonte infinito
y la luna, reina de mis penas, salía a contemplar
una riña que muy pronto tenía que terminar.
Empuñé mi espada con más fuerza y presión,
pues mi corazón hervía de rabia y dolor.
Amé a mi esposa con amor de eternidad
y no era justo que me pagara con maldad.
Ella era mi reina, ella era mi palacio.
Ella era mi vida, era mi topacio.
El mancebo no podía más e iba a perder.
Estuve a punto de su pecho traspasar,
pero mayor era mi hidalguía y mi perdón.
No lo mataría, por eso, con esto lo sentencié:
– Escuchadme, míseros amantes desterrados,
por mi honor debería matarlos a los dos,
mas no derramaré sangre infeliz,
por ello los condeno a vivir errantes
por este mundo de alacranes y escorpiones
donde jamás serán felices sus tercos corazones.